Cuando envejecer se convierte en un castigo

Él dice que se llama Juan, que tiene 84 años y que no es feliz. Hablar con él parte el alma,  es cascarrabias, como todos los abuelitos;  sus ojos aunque no pueden percibir el entorno, brillan intensamente con la sagacidad que solo la edad puede dar.  

El abuelito no tiene esposa ni hijos, su hermano lo visita unos minutos al día para llevarle el desayuno, pero luego desaparece,  dejándolo en el más completo silencio.

El hogar de Juan es un cambuche diminuto, expuesto a las inclemencias del clima, cocinándose bajo el ardiente sol de Melgar.   El ancianito pasa horas tendido en un colchón roto y sucio, con la mirada perdida, tal vez, recordando mejores épocas.

El olor es insoportable, está tendido sobre sus propios excrementos,  las hormigas reclaman el deteriorado colchón, se suben por su delgado cuerpo y lo atacan sin piedad. Es imposible no llorar.

“Estoy muy aburrido, me quiero ir de aquí, me comen mucho las hormigas” dice con voz entrecortada.

La gente pasa por su lado, mira hacia otra parte y sigue de largo, el mundo lo ignora, nadie quiere hacerse cargo de él.

Mientras avanzan los días y Juan se consume entre la miseria y abandono, él con la inocencia que trae la vejez, espera que alguien se detenga y lo ayude, al menos, a quitarse las hormigas de encima.

Si usted quiere ayudar a Juan, puede hacerlo comunicándose con Mónica, quien está dispuesta a colaborar en este caso. Su número celular es el 320 464 66 00.

Por: Paola Rojas Gómez